Ayer vi que la televisión autonómica del País Vasco (ETB) retransmitía en directo los fuegos artificiales de la Semana Grande de San Sebastián. Se supone que los fuegos artificiales tienen muchísimos seguidores. Lo digo porque contratar un espectáculo pirotécnico cuesta una considerable cantidad de dinero y, pese a ello, en la situación actual de crisis absoluta, los Ayuntamientos siguen programando fuegos artificiales en las fiestas patronales y nadie se queja. Por tanto, parece ser que es un espectáculo que gusta mucho. A mí no me gusta nada: los quince minutos que duran los fuegos artificiales se me hacen largos, larguísimos. No disfruto de las impresionantes explosiones; no me emocionan las luces de colores, aunque desde luego la luz es mejor que el ruido. El ruido explosivo es una fuente de dolor y de malestar, y resulta increíble que alguien pueda sufrirlo con gusto y que además nos cueste dinero.
Desde este punto de vista, no pueden entenderse fenómenos eminentemente levantinos como la mascletá, un asunto en el que se genera un estruendo insoportable sin mezcla alguna de luz, y durante el cual las partes más íntimas del cuerpo humano se desencuadernan de manera evidente. Y mucho más absurdo aún resulta ese festejo en el que varias personas se meten en un corral más o menos amplio vestidos con protecciones y se dedican a detonar explosivos en buen amor y compañía, llegando ocasionalmente a la amputación total o parcial de dedos y de manos (amputación que luego exhiben cual herida de guerra) y a la pérdida casi total de audición. Este festejo representa el no va más de la estupidez humana, y sus participantes son personas peligrosas que deberían permanecer toda la vida en el recinto de los explosivos, mutilándose unos a otros, dejándose sordos, ahogándose en el humo, y alimentándose a base de cucharadas de pólvora.
En todo caso, los fuegos artificiales son en mi opinión un entretenimiento muy caro y que puede resultar poco atractivo para cualquier persona de más de cuatro años de edad. No obstante, la violencia de esos cohetes gusta a la gente, y eso no se pone en duda: lo dudoso es su coste y si podemos pagárnoslo. Pero si hay algo relacionado con la pirotecnia que se encuentre en la cima del absurdo es probablemente la retransmisión de los fuegos artificiales por televisión. ¿Qué sentido tiene? En la pantalla televisiva, las luces pierden su colorido y su dimensión, y el ruido impresionante deja de impresionar y se convierte en una broma. No puede existir un espectáculo menos reproducible por la televisión, ni que degenere tanto al ser retransmitido. ¿Quién es el que decide que la televisión pública dedique tiempo y dinero a retransmitir tan menguado espectáculo?
¿Y qué tipo de gente ve los fuegos artificiales por la tele? Yo creo que nadie, y si alguien está en casa una noche de verano y los está viendo, entiendo que tiene que tratarse de un error o, en caso contrario, esa persona debería reflexionar y tomar inmediatamente las riendas de su vida, o al menos debería apagar la televisión. La televisión apagada nos invita a conversar, a pensar, o a dormir, y es por tanto más entretenida y provechosa que la versión muda y pálida de un espectáculo que, en vivo, ya es discutible. Además, si no lo ve nadie igual dejan de retransmitirlo y conseguimos ahorrarnos un dinero.