Por un lado, el Gobierno Vasco ha anunciado que no va a aplicar el recargo en la receta de medicamentos ordenado por la Administración Central; por otro lado, el Gobierno Catalán ha asegurado que no va hacer ningún caso a la exigencia del Tribunal Supremo, que le obliga a garantizar la enseñanza en castellano. Sin entrar a valorar la naturaleza de estos dos asuntos, y sin querer averiguar quién tiene razón, lo más interesante de esto es, para mí, la coincidencia en el tiempo de dos desacatos institucionales de mucha sustancia que no resuelven nada y que más bien lo embrollan todo.
La primera impresión que uno tiene cuando lee estas cosas es la de un desbarajuste general en la organización del Estado. Creo que una de las cosas que deben conocerse previamente en cualquier ámbito de las relaciones humanas es quién manda, porque lo deseable es que las cosas puedan hablarse y resolverse con respeto y buen sentido, pero también pueden complicarse y ponerse tensas, y por eso siempre debe haber, muy al fondo, una delimitación perfilada y nítida del poder último.
Esto es todavía más conveniente en el momento actual, dadas las circunstancias de desconfianza y de dudas que presiden las relaciones comerciales de nuestras instituciones: inspiramos poca confianza a los propietarios internacionales del dinero, y el descubrimiento de este follón jerárquico de las administraciones públicas puede animar todavía menos a prestarnos fondos.
Repito que no importa el conflicto concreto que estemos tratando, sean las recetas o sea la enseñanza (pese a que ambas cosas son en sí importantísimas); creo que lo sobresaliente de esto es la impresión de desaguisado general que se transmite al exterior. Hoy por hoy, parece ser que necesitamos dinero a paladas; se sabe que para que el dinero cambie de manos es imprescindible un tenderete mínimo de seguridad jurídica y administrativa; nadie presta dinero a otras personas sin una pequeña impresión ambiental de orden y de formalidad.
Humildemente creo que no existe ninguna posibilidad de despertar de esta pesadilla mientras no arreglemos previamente el terreno de juego y lo dejemos en condiciones. El problema es que elegir la manera de inspirar seguridad jurídico/administrativa y solucionar este lío es un trabajo que corresponde a la autoridad competente, y resulta que todavía no sabemos quién es esa autoridad.