No sin mi Whatsapp

En España, los llamados smartphones representan ya el 55% del total de los teléfonos móviles que usa la gente. Los usuarios de estos cacharros se descargan un total de 1,4 millones de nuevas aplicaciones al día y dedican una media de 82 minutos diarios a juguetear con esas aplicaciones. El invento ha modificado los hábitos de la gente; no recuerdo qué era lo que hacíamos antes, pero está claro que ahora nos dedicamos a hacer el chorra con el teléfono. No estoy refiriéndome a llamar por teléfono, no; uno levanta la vista y ve a todo el mundo manipulando los teléfonos, pero la gente no está hablando, sino pellizcando la pantalla y enviando y recibiendo bobadas.

De entre todas estas atracciones de entretenimiento, una que tiene un éxito enorme es el Whatsapp, que es una especie de plataforma de mensajes múltiples entre varias personas, un chateo descomunal en el que se pueden adjuntar fotos, enlaces y tonterías de la más diversa índole. Esta aplicación ha entrado en la vida de la gente y ha transformado el día a día de manera radical; todos estamos pendientes del Whatsapp, todos recibimos infinidad de nimiedades continuamente y las compartimos con nuestras amistades, a todos se nos ha creado la necesidad de la conexión perpetua. Ya no es posible tener una conversación social normalizada: uno está reunido con alguien, o tomando un café con cualquier persona, y enseguida irrumpe el Whatsapp, con su actividad, con su intercambio incesante de bobadas, con el sonido de la recepción de cada mensaje interrumpiéndolo todo. El Whatsapp es el exterminador de todas las demás formas de comunicación en red: ya no se mandan correos, ni mensajes de texto. Si uno no tiene Whatsapp, socialmente no existe: todo se habla en el Whatsapp, todo se acuerda o se discute en el Whatsapp: la gente cierra gestiones, o queda para cenar, o comunica la fecha de su boda, o anuncia el despido de alguien mediante el Whatsapp. El que permanece sin Whatsapp se encuentra abandonado y neutralizado, y ya puede ir pitando a comprarse un smarphone e instalarse el invento si quiere volver al mundo de los vivos.

El Whatsapp es divertido y adictivo, por supuesto. A través de esas charlas uno exterioriza y comparte de forma inmediata hasta el más bobo de sus pensamientos. El volumen de información irrelevante que se vuelca sobre este canal no tiene precedentes. Se me dirá que lo que uno escribe en un blog tiene el mismo interés (o sea, nulo); estoy de acuerdo, pero en un blog el que escribe tiende a detenerse un instante y pensar medianamente qué es lo que va a poner allí, y en cambio el Whatsapp no tiene frenos, es el volcado sin filtro de ideas inconsistentes, es un pozo sin fondo de estupideces. Pero es divertido, y por eso ha empezado a ocupar un sitio de importancia en nuestras vidas. Determinadas empresas lo han vetado entre sus empleados, y es lógico; el invento absorbe minutos y reduce el rendimiento laboral.

La dimensión del impacto de toda esta tecnología se demuestra cuando uno sale a la calle y se da cuenta de que se ha dejado el smartphone en casa. Automáticamente, uno se convierte en una persona extraviada, un extranjero. Uno no puede enviar ninguna chorrada a nadie de forma inmediata, ni puede recibir de la misma manera ninguna chorrada de nadie. ¿Qué hace en ese momento?

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