La idiotez colectiva

El número de personas que en estos momentos trata de funcionar con criterios de normalidad es sorprendente. Hay una mayoritaria cantidad de gente asalariada que sigue caminando para adelante con las orejeras de caballo colocadas en la cabeza, como si todo fuera normal, y eso pone la piel de gallina. Me encuentro con amigos, compañeros, colegas de la profesión que intentan recuperar las cuotas de bienestar de las que disfrutaron en el pasado reciente; son personas que entienden que sólo estamos ante una mala racha y que, con esfuerzo y con sacrificio, las cosas volverán a su ser.

Todo esto constituye un espectáculo sensacional. Esta gente no entiende nada, ni quiere entender nada. Esta gente tiene la creencia sincera de que el esfuerzo se recompensa siempre, y de que hay una verdadera justicia en el mundo que impedirá que cualquier persona provista de laboriosidad y honradez se hunda en el barro. Sin embargo, y tal y como puede comprobar cualquiera con un sentido de la realidad medianamente desarrollado, estas supersticiones no tienen fundamento, y lo peor es que las formulan personas con una evidente tendencia a la sensatez en muchos otros aspectos de la vida. La humanidad demuestra periódicamente que uno puede representar la quintaesencia de la bondad y del sacrificio y, aún así, ser aniquilado como un insecto en cuestión de segundos y sin ninguna explicación. La coyuntura actual es inaudita y va a mutilarnos y a convertidos en tullidos socioeconómicos, y curiosamente nadie habrá tenido la culpa, y no habrá ninguna ventanilla ante la que reclamar nada.

Ahora bien: yo intento observar esto con la cabeza fría y resulta que, contra toda lógica, me sumo de manera fatídica al grupo de los ilusos, puesto que acabo de tener un hijo, y ya llevo dos. Tener un hijo en mitad de la marejada actual es un síntoma de inconsciencia. Tener un hijo significa dar por sentado que hay algún futuro razonable, o, simplemente, significa que uno es una persona absurda que no piensa mucho en lo que hace. Por eso, me parece que todos tenemos un fondo de irreflexión y una buena cantidad de optimismo perfectamente injustificado; todos creemos que, de alguna manera mágica, las cosas van a arreglarse. Incluso los pesimistas más acabados y recalcitrantes confían en el futuro, digan lo que digan. Sin esa esperanza descabellada no habría nada que funcionase. El mundo ha llegado hasta nuestros días empujado por personas disparatadas que han creído en el porvenir y en el progreso, y que han olvidado aunque sea momentáneamente el hecho de que vamos a morirnos. Porque la lectura final es ésa: todos vemos casi a diario los signos de la muerte, pero de una forma idiota nos comportamos como si nosotros nunca fuésemos a morir.

Y, después de todo esto, miro a mi hijo recién nacido y, a pesar de todo, absurdamente, sonrío y me alegro.

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