El Registro y la españolidad

En un país con poca vocación de permanencia y con muchas ganas de estar continuamente rehaciendo las cosas, el Registro Civil es una de las pocas instituciones españolas duraderas, un artefacto magnífico de auténtica estabilidad, comparable al acueducto de Segovia o a los rodetes de la Dama de Elche. Inicialmente, el Registro es desarrollado por la Iglesia Católica, y desde 1870 por la Administración del Estado. Esas toneladas de legajos anotados y archivados en miles de tomos constituyen una obra monumental que ha resistido a repúblicas, monarquías, dictaduras, guerras civiles y demás fenómenos de la insensatez humana.

Pero la ineficacia es tan española y tiene tanta tradición como el fenómeno histórico del Registro Civil; ayer tuve que ir con mi mujer a inscribir a nuestro hijo en el Registro, y nos encontramos ante una cola larguísima, poblada por gente que venía a realizar las más singulares y diversas gestiones, y todos en fila hacia una sola ventanilla hábil. Detrás del cristal había dos funcionarias atendiendo a la cola y otros diez empleados públicos que no atendían a nadie. Se me dirá que la atención al público no formará parte del trabajo de esos funcionarios específicos, pero eso no lo sé ni creo que tenga importancia. Lo importante es la inmensa cola indefectible, formada por madres que acaban de dar a luz, o abueletes que vienen a por el certificado de defunción de su mujer,  todos sin una mala silla en la que sentarse y sin que hubiese por allí ni siquiera la máquina que expende papelitos con el turno que a uno le toca. Era una cola a la antigua, al estilo del subdesarrollo, tan vieja como el propio Registro; y cada ciudadano traía a la ventanilla una casuística inacabable de empadronamientos, fechas de inscripción, poderes y fotocopias compulsadas, una colección de detalles de tal complejidad que inmovilizaba la cola y que crispaba a los componentes de la misma. Y, mientras tanto, los funcionarios inertes nos miraban con la más pura de las indiferencias. Parecía como si la situación viniera produciéndose de manera fatal, como parte de la inmutable escenografía registral.

Hoy he tenido que volver allí porque resulta que nos faltaba un papel (otro día hablaré del drama de esperar dos horas en la cola para que luego, ya en la ventanilla, nos falte un papel). Hoy he vuelto, repito, y la cola, como el dinosaurio de Monterroso, seguía allí.

Cuando todo se haya destruído, y la crisis nos haya centrifugado y haya decantado nuestra pura esencia, sin aditivos, sin accidentes superficiales, lo que quedará de nosotros, nuestra naturaleza elemental, no será otra cosa que el Registro Civil y su cola parada por los siglos de los siglos.

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