El veraneo de la monarquía

Es evidente que en los medios de comunicación ya no existe ningún impedimento tácito para hablar de la Familia Real española y, en consecuencia, para ponerla a caldo. El vuelco que se ha dado en este asunto es impresionante, y del sigilo comprobable de pasadas décadas hemos pasado al aluvión informativo y al chismorreo más despendolado en los últimos dos o tres años. Antes no sabíamos nada de estas ilustres personalidades, y ahora se nos detalla el anecdotario cotidiano de sus avatares. Este verano, sin ir más lejos, se nos ha informado de que Froilán ha amenazado (presuntamente) a uno de sus primos blandiendo ante él un pincho moruno durante una merienda juvenil en Palma de Mallorca. Se nos dice además que éste no es el primer episodio de mal comportamiento del joven Froilán. Por lo que se ve, el hijo de la Infanta Elena es un muchacho de carácter difícil y al que no hay manera humana de meter en cintura, como se ha dicho tradicionalmente.

También se nos ha asegurado que la Princesa de Asturias ha estado de incógnito en el Festival Internacional de Benicassim escuchando rock indie y viendo a sus grupos favoritos. Entendemos que en esa excusión rocancolera la princesa ha estado acompañada por un determinado número de seguratas, que han impedido que doña Letizia sufriera alguna inconveniencia derivada de la proximidad con la multitud juvenil.

No vamos a opinar aquí sobre la presencia de esta señora en un festival popular como ése, pero es evidente que la raíz de las críticas que se hacen a la Familia Real y a otras familias reales de diferentes países parte de la vida ordinaria y perfectamente plebeya que estas personas están desarrollando desde hace ya muchos años. Los reyes y príncipes actuales se van de veraneo a lugares concurridos, se ponen bikinis, se tiran al mar desde la borda de un barco de recreo, salen a cenar y se van de parranda por las discotecas. Indiscutiblemente, cada cual hace lo que le da la gana con su vida privada. Sin embargo, los reyes lo son porque no tienen nada de ordinarios y sí mucho de sobrehumanos: son figuras extemporáneas con unos derechos y prerrogativas que forman parte de una mitología más o menos absurda. Por ello, nos parece que si uno es rey o príncipe lo es en todo momento, y también lo es cuando no está cumpliendo con sus obligaciones constitucionales.

Todo esto se entiende mejor con un ejemplo. La reina de Inglaterra, Isabel II, es una mujer que, en virtud de su incalculable fortuna personal, ha podido hacer siempre lo que le ha dado la gana, y, sin embargo, cuando llega el verano, esta mujer se va a pasar unos días a Balmoral, castillo escocés que, por las dimensiones que tiene y por la ubicación norteña que ocupa, tiene que ser un lugar de una humedad fría y desapacible. Allí la reina se pone un pañuelo en la cabeza y unas botas de agua, y a veces vemos fotografías de esta señora dándose un paseo por allí, perfectamente abrigada y rodeada de perros y de barro. No se tiene ninguna noticia de que en sus más de sesenta años de reinado Isabel II haya ido alguna vez a alguna playa del Caribe ni a ninguna otra playa de cualquier litoral; en concreto, no hay ningún documento que acredite que la reina se haya quitado nunca alguno de sus incomparables jerséis de lana. La reina puede ir donde le dé la gana y curiosamente se va a un mundo de aislamiento glacial y de borrascas insufribles. Es incluso probable que en sus aposentos de Balmoral la reina tenga un antiguo calentador de cama, que es ese utensilio con forma de sartén inmensa y con brasas en su interior que se deja durante un rato dentro del lecho para no sufrir los rigores del frío y de la humedad escoceses.

La reina de Inglaterra, por tanto, comprende a la perfección el papel mágico que tiene su cargo y sabe que si ella se fuese a una playa de Benidorm su personalidad se humanizaría y la institución perdería su anacrónica razón de ser. En consecuencia, la reina decide tomarse unos días de descanso, como es natural, pero no se va de vacaciones al plebeyo modo: la reina no duerme en ningún camping, ni visita un parque acuático, ni cena en ninguna cervecera o pollería. En aras del mantenimiento de una cierta estabilidad institucional, y de cara a que tanto Inglaterra como los países de la Commonwealth mantengan intacta la referencia constitucional, la reina renuncia a tomar el sol y tampoco va a tomar una ración de chopitos en ninguna terraza, placeres mundanos que, por mundanos, están excluidos del ámbito de la monarquía. La reina tampoco va en yate, ni se va a resorts exclusivos, ni realiza ninguna actividad vacacional de alto standing. La reina no tiene vida privada, entendida a la manera del ocio moderno, que es un ocio expansivo, callejero, consumista y provisto de un mínimo de dominguerismo generalizado; la reina, que tiene muchísimo dinero, lo usa para mantenerse fuera del mundo ordinario, en un estado de distancia completo, gélido, impecable e imprescindible.

Lo que hace Isabel II no debe ser fácil porque sus propios nietos han elegido otros caminos y hasta han sido fotografiados emborrachándose con strippers en Las Vegas. Pero entendemos que el camino de la frugalidad y de la invisibilidad es el que cuadra con los privilegios monárquicos, y pensamos que una monarquía terciada, híbrida, de tartera y crema bronceadora, es una monarquía que, debido a esa exposición populosa, abre las puertas a todas las críticas y ofrece a la ciudadanía la imagen de disfrutar de los privilegios pero no renunciar a las obligaciones del puesto, con lo que se convierte en una institución que inocula en el pueblo llano la envidia y el malestar, y que, en consecuencia, podría ser víctima de un derribo constitucional tumultuoso el día menos pensado. Todo esto lo decimos a título puramente descriptivo y sin ningún ánimo de opinar a favor o en contra de la monarquía, desde luego.  

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