El corresponsálico

Los corresponsales en el extranjero de las televisiones españolas hablan de una manera rara. Cada uno en su estilo, todos poseen una musicalidad en su manera de comunicarse que no es la del ciudadano corriente. En teoría, parece que este fenómeno tiene una explicación clara: el contacto permanente con una lengua extranjera y la reducción del uso de la lengua propia inocula en nuestra expresión los giros y códigos del idioma ajeno, y hace que nuestra entonación provoque extrañeza. Hay personas a las que les basta media hora de inmersión lingüística para empezar a hablar como un mutante: ahí tenemos el ejemplo del ex presidente Aznar y su manera grotesca de hablar en español chicano después de su famosa entrevista con George Bush en Texas (una entrevista en la que sin duda ambos mandatarios estuvieron acompañados por un intérprete mexicano, que es quien infiltró en el primer ministro español los dejes ridículos de los que hizo gala). Aquel episodio es todavía una fuente de bochorno muy celebrada. Quitando casos exprés, como el del señor Aznar, lo normal es que la malformación del habla se produzca muy lentamente y durante largos periodos de tiempo, periodos en los que la estructura mental que regula la capacidad lingüística va deformándose de manera imparable.

Parece que el corresponsal en el extranjero sufre estas deformaciones derivadas de la vida en otro idioma y, en cuanto se pone a leer su crónica en castellano, comienzan las anomalías melódicas y las acentuaciones equivocadas. Ahora bien: lo curioso es que la manera de hablar de esta gente tiene una musicalidad homogénea: independientemente del país en el que se encuentre el corresponsal y del idioma que se hable en ese lugar, el corresponsal ha adoptado un dialecto común a todos los corresponsales, dialecto que tiene sus propias leyes fonéticas, sus propios modismos, y que tiene una síncopa de pausas y de entonación perfectamente antinatural. El corresponsal que está en Londres no habla con acento inglés, o el que está en París no tiene dejes franceses, sino que ambos tienen ya lo que se podría considerar como acento de corresponsal. Esta tradición es larguísima; los más veteranos recordarán la manera tan rara de hablar de clásicos periodistas de TVE como Diego Carcedo, Rosa María Calaf, Javier Basilio o Jesús Hermida, que saltaban por las sílabas con una cadencia imposible, con independencia del país en el que estuvieran. Todos compartían el uso del corresponsálico, dialecto del castellano que parece ya instaurado y que aún está sin catalogar. Emplazo desde aquí a algún filólogo competente a que se ponga a estudiarlo.

La utilización de este dialecto se mantiene hoy, acompañada en muchos casos por una mirada a la cámara que también denota una cierta turbiedad. Se podría decir que el aislamiento de la corresponsalía es una cosa tremenda y que transforma a quien la ejerce. Suponemos que el corresponsal es un profesional siempre desplazado y cuya vida errante es difícilmente compatible con la normalidad social o con el mantenimiento de una familia corriente; el corresponsal de largo recorrido, que lleva muchos años en el extranjero, es una persona que ha estado en varios destinos, a cual más remoto y disparatado, y eso se refleja en cada discurso ante la cámara.

La mirada perdida y el habla absurda son inspiradores naturales de piedad en el espectador. El corresponsálico es un dialecto con un trasfondo de melancolía profunda.

 

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