La Navidad pasiva

Llega la Navidad y nos coge en una situación económica que presenta unos niveles nunca vistos de deterioro. Evidentemente, ha habido épocas peores, porque durante siglos en España el hambre ha sido una generalidad y la guerra ha sido una tradición periódica; sin embargo, es muy probable que jamás nos hayamos encontrado con una caída tan pronunciada y brusca de lo que se conoce como poder adquisitivo. Por decirlo de otra forma: siempre ha habido momentos de pobreza sórdida, pero en aquellos tiempos no veníamos del bienestar material desde el que nos hemos despeñado ahora. No es lo mismo no tener nada que no tenerlo después de haberlo tenido, y esto es algo perfectamente inteligible y que cualquiera ha tenido la desgracia de experimentar en muchísimos órdenes de la vida.

En fin, que ya es Navidad, y lo que uno va viendo poco a poco es el espectáculo que da el optimismo y el espíritu que, a pesar de todo, la gente muestra a diario en cualquier sitio. Desde mi punto de vista, las cosas más sobrecogedoras que pueden presenciarse en la vida son aquellas que tienen relación con la voluntad humana más contumaz. Ver a alguien intentando levantarse de entre los escombros, ver a cualquiera tratar de sobreponerse a una vida destartalada, contemplar a alguien que pedalea con todas sus fuerzas hacia el abismo; ver todo esto es lo que indefectiblemente nos reblandece y nos deja devastados.

Y en diciembre estas cosas suelen verse en todos los países occidentales, y en este diciembre, por primera vez, las vemos aquí, y en bruto, sin monsergas ni ñoñerías: la Navidad negra del que tuvo algo y no tiene nada. Los que están mirando en los recovecos del sofá a la búsqueda de los cuatro euros que han ido cayendo de los bolsillos a lo largo de los años; la obstinación absurda de aquel que sigue tirando para adelante sabiendo que no llegará nunca a ninguna parte.

Pero en España tenemos nuestras maravillosas particularidades, y en esta coyuntura negra demostramos nuestro carácter. En concreto, y hablando de forma muy general, podemos decir que los españoles dedicamos muchas horas a maldecir nuestra suerte y no invertimos ni un minuto del día en tratar de cambiar las cosas, y todo esto lo coronamos con un optimismo incomprensible y fatal. O sea, que por lo que se ve las cosas están muy mal, y no se puede hacer nada al respecto, pero resulta que mañana será otro día, y mañana se irá tirando como se pueda. Porque algo pasará mañana, y ese algo seguramente hará que los nubarrones desaparezcan.

Es muy difícil encontrar un sistema de razonamiento corriente que responda a una lógica tan chiflada. Y lo más asombroso de todo es que cualquiera que se pasee por los bares de las ciudades españolas a la hora que le dé la gana (están siempre llenos) se encontrará con una vociferante mayoría de individuos que participa de esta corriente filosófica. Todos pesimistas, todos desesperados, ninguno en movimiento. Incluso se ve a veces el hecho extraordinario que consiste en que, después de una tertulia tremendista, algún español comprende que de verdad todo está mal y se echa a llorar, y entonces sus compañeros, que hasta entonces representaban el pesimismo más refinado, le confortan, abrazan y consuelan, siempre con los argumentos conocidos («todo se arreglará», «mañana será otro día», etc). Estos argumentos fantásticos son los que van a proliferar en los brindis familiares de la Navidad.

Este contexto escenográfico que acabamos de describir es tan infeccioso que todos participamos en mayor o menor medida en el circo. Estamos empapados de esta mezcla de pesimismo fosilizado y optimismo insensato, una mezcla de lo más incoherente que se pone de relieve en estas semanas que vienen. Si quieren comprobarlo, salgan ustedes a la calle y tengan la amabilidad de escuchar; o, si no quieren tomarse esa molestia, escúchense a ustedes mismos (o a mí).

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